El armario y yo

OSVALDO ÁLVAREZ M.

Osvaldo Álvarez
9 min readJun 15, 2018

15, JUNIO. 2018

Antes de empezar a trazar un relato que es hasta el momento ajeno al conocimiento popular, siento que es necesario hacer dos aclaraciones: la primera, nunca escribo en primera persona; me parece burdo, pretencioso. La segunda, este es un relato sin el cual usted, querido lector, podría vivir.

Mi anécdota comienza en un armario, y para mi desgracia, este no lleva a ningún reino mágico. Este armario fue siempre oscuro, pesado y un tanto sofocante, y sin embargo era un refugio. Es un tanto irónico, hasta cierto punto, hallar refugio en un espacio que reprimía mi verdadera identidad, que mantenía a quien realmente era dentro de un claustro solitario y oscuro. Ahí estuve encerrado al menos los últimos cuatro años de mi adolescencia. Los primeros dos años me sentí bien ahí dentro, a fin de cuentas, no había razón por la cual quisiera salir de ahí además de que no estaba seguro de qué era exactamente lo que hacía allí adentro o como sería mi vida una vez que dejara salir al verdadero yo que se encontraba ahí encerrado.

Los últimos dos años, fueron un coctel de emociones, hormonas y curiosidad. Mis últimos dos años de colegio los pasé en un programa de educación internacional en donde empecé a ver quizá un poco más claro que quizá estaba bien abrir poco a poco las puertas de aquel armario. A esa edad, el cuerpo de todo adolescente es una bomba molotov de hormonas, esperando a la más mínima seña de ignición para explotar. Yo no era la excepción, aunque nunca me gustó demostrarlo, a diferencia de muchos otros chicos de mi edad.

Poco a poco fui abriendo las puertas de aquel armario, evidentemente en horario de clases trataba de pasar desapercibido, aunque era inevitable que uno que otro chico de mi colegio me pareciera atractivo, pero como dije anteriormente, mi intención era pasar desapercibido, así que aquellos pequeños momentos de contemplación de la figura masculina los dejaba en mi cabeza. No obstante, había aspectos de mi personalidad que dejaba un poco en evidencia aquella paulatina liberación, debo admitir que no soy muy bueno entablando vínculos amistosos con mis congéneres, al contrario, siempre encontré más sencillo simpatizar con mis compañeras; es por esto que convivía la mayor parte del tiempo con las chicas, acto que por consenso popular es visto como seña infalible de inclinaciones homosexuales.

Mi primer crush fue un médico con el cual corrí con suerte de realizarme un chequeo general. Debo admitir que a estas alturas me apena un poco el hecho de que el primer chico que me atrajo fuera un médico treintón, pero que más da, en aquel momento mi mente solo pensaba que el médico que lo había examinado era guapo, por desgracia, aquel joven inteligente, de ojos penetrantes y sonrisa celestial, el cual aparecerá solo una vez en mi historia. Después de aquel magnífico chequeo, todas mis visitas al médico fueron recibidas por doctoras malhumoradas y uno que otro doctor cercano a los 50. En lo que respecta al colegio, no tengo registro de crush alguno, sin embargo, debo admitir que había uno que otro chico el cual llamaba bastante mi atención.

Cuando estaba cerca de los exámenes finales, las puertas de aquel armario estaban a punto de abrirse, por completo. En aquel momento el verdadero yo estaba con un pie fuera y otro adentro del armario, solo necesitaba un empujón que lo ayudara a salir por completo. Aquel pie dentro estaba sujetado por varios factores: la confusión, una pequeña parte de negación y las hormonas. Durante el colegio intenté fallidamente en repetidas ocasiones emparejarme con chicas, una de ellas tomó la decisión de seguir siendo amigos, todo debido a que no le escribía con frecuencia.

Como decía, en el último año de bachillerato, y cerca de los exámenes internacionales, ya estaba prácticamente convencido de que aquel armario no era más un refugio en donde quisiera estar. Y fue en el paseo de grupo de fin de año, en donde después de ganarme el apodo “lagarto pijeado”, que permanecerá en mi existencia por el resto de la vida; logré tomar un poco de valor y admitir frente a otra persona mi verdadero yo. Y digo que un poco de valor, porque no fui lo suficientemente valiente de admitir exactamente quien era, sino que suavicé un poco la noticia. Aquel momento me parecía más que indicado, era de noche y por un momento me encontré solo con una amiga, fumándonos un cigarro viendo las olas romper, ese era el momento indicado para abrir de una vez por todas de par en par las puertas de aquel armario, pero algo me detuvo; quizá el pudor o el miedo a la reacción de mi amiga. Recuerdo que en vez de decirle “soy gay”, lo que salió de mi boca fue un vacilante: “creo que soy bisexual”.

Aquel instante fue liberador y frustrante. En realidad no creía aquello, yo tenía la certeza de quien era, que era gay, pero el miedo se apoderó de mí. Pero bueno, al final del día había dado un primer paso, ahora aquella amiga era testigo de mi yo verdadero — o al menos una parte de este–. La noche siguiente alrededor de una fogata, con un grupo de surfistas con sus pectorales expuestos como testigos, una chica se me declaró; y lo más difícil fue tener que decidir si le decía la verdadera razón por la cual no le podía corresponder o inventar cualquier excusa que me sacara de aquella situación. La solución: decirle que estaba saliendo con una chica que vivía por mi casa. Hoy, le agradezco con toda mi alma a esa chica que no me guardara resentimiento alguno.

Después de la situación de la playa, llegó el momento de salir del colegio y enfrentarme a la vida universitaria, la cual debo decir que fue una verdadera catarsis. Fue poco antes de mudarme junto a una amiga a lo que fue mi primer hogar de la vida universitaria, que logré tomar el valor de contarle que era gay. Al menos con ella si tuve la valentía necesaria para aceptar quien era realmente, así que eso la convirtió en la primera persona externa en conocer el verdadero yo que tanto había escondido. Después de todo no fue una noticia muy impactante ya que asumo que ya tenía una que otra sospecha, pero a fin de cuentas, le agradezco haber fingido un poco de asombro.

Fue para la primera “Semana Universitaria”, que experimenté mi primer fracaso amoroso como un ser semiabiertamente gay. Hubo un chico por el cual desarrollé cierto interés, que después de una aventurada invitación me contestó con lo que sería mi primer rechazo. Debo admitir al menos que tuvo un poco de tacto para decírmelo. Esas palabras aún resuenan en mi cabeza, y aunque aún mantengo una amistad con ese chico, su vehemente: “usted es muy guapo y todo, pero yo no quiero nada con usted” siempre permanecerá en mi mente.

Después de una evidente depresión y unos días comiendo helado viendo películas cursis, convencido por mi amiga decidí salir a intentar borrar aquellas palabras de la forma tradicional: tomando. Hay una ley, bastante molesta por cierto, que dice que si algo tiene la posibilidad de salir mal, saldrá mal en el momento que menos se espera. Así es, la desgraciada ley de Murphy decidió acompañarme a aquella salida de desahogo. La desventaja de salir con una amiga, tres hombres desconocidos –y heterosexuales cabe agregar– y dos chicas más, es que las chicas se juntarán, se irán a hablar y tomar por su parte, los chicos desconocidos se sentarán a hablar y yo, pues quedo destinado a deambular por el bar. No fue hasta que decidí escapar del sauna en el que se convierte la pista de baile y tomar aire al patio, que la ley de Murphy se puso en acción. Ahí estaba, el mismo chico que me había rechazado estaba en el patio tomándose una cerveza; fue ahí cuando la Pilsen me empezó a recorrer de los pies a la cabeza, dejando mis piernas como gelatina. El hecho culminante fue su sínico saludo acompañado por una sonrisa, como si nada hubiese pasado. Esa noche terminé fumándome un cigarro con ese chico, y con ese cigarro acepté el inexorable destino de una amistad.

Poco después de ese desamor, decidí que tenía que ir al curso de sistemas de investigación, al cual por la hora y por lo aburrido que podía tornarse de vez en cuando, no solía asistir con regularidad. Las únicas veces que no faltaba, era cuando el profesor realizaba juicios de práctica, que eran básicamente juicios protagonizados por los mismos compañeros. En uno de esos juicios fue donde conocí a otro doctor que me pareció curiosamente guapo; evidentemente este no era un médico real, simplemente era parte de la simulación. Ése día no pude quitarle la vista de encima a aquel chico. Después de ese juicio, fueron pocas veces en las que logré toparme con él. Hasta el día en que realizamos el segundo examen parcial. Después del examen, como es acostumbrado, los que logran salir del aula, se reúnen a discutir las respuestas, para mi sorpresa, aquel chico se unió al grupo de discusión en el que yo me encontraba. Apenas cruzamos palabra, tan solo discutimos la respuesta de la pregunta siete.

La mejor solución ante un examen difícil, con altas posibilidades de no pasar, es simple: tomar. Así que salimos, aquel chico incluido. En los momentos que se encontraba solo, yo me acercaba y trataba de entablar conversación. No es algo en lo que sea muy bueno, pero lo intentaba, quizá porque había algo en él que me instaba a intentarlo. Después de un largo rato caminando de bar en bar, tratando de decidir cual tenía el mejor ambiente, hubo consenso de reunirnos en Fito’s. Ahí empezamos a tomar y poco a poco la confianza fue subiendo conforme subían nuestros niveles de alcohol en sangre. De un pronto a otro, el armario regresó a mi vida. Aquella indecisión de admitir o no quien era volvió a mí cuando empezaron a preguntar quien era hetero, gay o bisexual. Pero bueno, después de unos tragos qué más da si me salgo del armario o me quedo adentro, así que decidí lanzarme al agua y levantar la mano cuando peguntaron quien era gay. Ahí estaba yo, mostrándole a aquellos colegas el yo multicolor que entraba y salía del armario de vez en vez.

Para mi sorpresa aquel chico levantó la mano cuando fue el turno de saber quien era bisexual, lo cual debo admitir, me ilusionó un poco. Ese día terminó con una amiga comprensiva que me cedió su cuarto, y una larga madrugada conversando con aquel chico, así, con ropa, solo conversando. Aquel chico, se convertiría en mi primer novio. Y fue una experiencia completamente espectacular, con él puedo decir que fui plenamente feliz, con él nunca hubo celos ni otro tipo de toxicidades, o al menos eso creo yo.

En aquel momento de mi vida mi armario estaba abierto y decidido a nunca más cerrarse, inclusive en presencia de mi madre. Fue un quince de junio que mi madre en las acostumbradas llamadas nocturnas supo que yo era feliz; lo que no se esperaba, era que la razón de mi felicidad se llamaba igual que mi padre. Evidentemente hubo un corto momento de drama y de distancias evidentes, pero unos días después, aquel distanciamiento se acabaría con un abrazo y un “te quiero porque usted es usted, no importa a quien ame”.

La relación con mi primer novio fue casi tan corta como el drama de mi declaración.

La verdad es que nunca tuve el drama hollywoodense que uno se imagina sucederá al salir del armario, es más, siempre me imagino qué hubiese sucedido si hubiera abierto las puertas de aquel armario unos cuantos años atrás; que hubiese pasado si mi padre estuviera vivo y se enterara. En fin, el armario del que salí ya no está oscuro, poco a poco ha ido iluminándose, ya no me sofoca. No pretendo destruirlo y pretender que no existió; fue este quien ayudó a forjar mi identidad, fue con él que descubrí que pese a que muchos años fue mi refugio, también había momentos en los que me sofocaba. No quiero pensar que mi armario no existió, porque fue en el proceso de salir de él que conocí personas maravillosas –y unas cuantas no tan maravillosas–.

El armario y yo seguimos aprendiendo de la vida, a veces vuelvo a abrir sus puertas y dentro de él ya no estoy yo, sino todos aquellos momentos que fueron parte del proceso de aceptación. La historia de mi armario quizá no sea una de las más emocionantes, quizá las habrá más pintorescas, intrigantes e incluso más emotivas; pero para mí, esta historia representa uno de los hechos que más ha marcado mi vida.

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